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Opinión

Redacción Capital

Duelo a garrotazos

Manuel Martín Algarra es catedrático de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra.

La guerra en Podemos entre Íñigo Errejón y Pablo Iglesias fue el tema hace unas semanas. Todavía está caliente el enfrentamiento entre Susana Díaz y Pedro Sánchez por el PSOE, y la guerra entre Soraya Sáenz de Santamaría y María Dolores de Cospedal en el PP terminó con las dos fuera del tablero. Incluso en la mermada IU, Llamazares y Garzón se enfrentaron. El conflicto se ha instalado también en los partidos políticos de Suecia, Reino Unido, Francia, Italia, Alemania, EE.UU....

No deja de ser paradójico, pues la política es la alternativa a la guerra. Al reconocer la dignidad y derechos de cada ciudadano, la democracia logra que los conflictos normales en la vida colectiva se resuelvan entre todos. Es más complejo, pero es mejor. Precisa de un conocimiento profundo de la condición humana y de la creación de mecanismos para hacerlo posible.

El conocimiento básico sobre el que se construye la democracia es la certeza de que todos los seres humanos somos iguales en dignidad. Y los principales mecanismos que permiten una convivencia pacífica son leyes respetuosas con la dignidad humana e instituciones que representen a los ciudadanos y garanticen su igualdad ante la ley. Por eso las instituciones en los países democráticos, las que encarnan personas como el jefe del estado o el de gobierno, o las formadas en órganos colectivos como parlamentos, tribunales o partidos políticos, deben asumir escrupulosamente la dignidad de los ciudadanos, el imperio de la ley y la transparencia en la vida pública. Esto no evita los conflictos, pero garantiza que su resolución será respetuosa con la dignidad y los derechos de cada uno.

¿Qué pasa hoy a la democracia? ¿Por qué la política se ha convertido en un frente más de las guerras culturales sin aparente solución pacífica? El populismo y el extremismo son dos de las manifestaciones más visibles de la crisis de la democracia. Tienen su reflejo en el funcionamiento interno de los partidos políticos y en la aparición de nuevas formaciones. Pero los partidos no son la causa: es en la opinión pública donde el extremismo y el populismo han arraigado, y los partidos se limitan a adoptar las posiciones que parecen más rentables electoralmente.

Forma parte del problema la crisis de los medios de comunicación, que no es ajena a la universalización de la comunicación digital a través de los dispositivos móviles. La facilidad con que los ciudadanos pueden expresar sus propias posiciones en el espacio público ha hecho que los partidos, e incluso las mismas cámaras, hayan perdido parte de su poder de intermediación. Ya no definen la agenda de los asuntos públicos, sino que más bien se ven arrastrados por ella.

Cuando, para llegar a los ciudadanos, los políticos y los medios de comunicación adaptan sus mensajes y formatos a lo que se busca en Google o en YouTube, por ejemplo, convierten a los ciudadanos en consumidores. Y ellos pasan a ser meros proveedores de contenidos que capten la atención. La política ya no es un servicio público; partidos, instituciones y medios buscan su propio beneficio al margen del interés general. La disputa política y la confrontación electoral se convierten en guerra comercial o en guerra cultural, y la opinión pública en mercado.

Por otra parte, la evidente rudeza en las formas del debate público hoy manifiesta poco interés del público por el matiz y poca consideración por los demás. No hay lugar para la democracia sin el reconocimiento al otro del derecho a discrepar y sin el esfuerzo intelectual por comprender esa discrepancia. Nos hemos acostumbrado a expresar de manera tan tajante las opiniones –por definición inciertas– que cualquiera que las contradiga o las matice deja de ser conciudadano al que convencer y pasa a ser enemigo al que hay que eliminar.
El espacio público ha dejado así de ser algo de todos, que debemos cuidar, y ha pasado a ser un lugar donde arrojamos la basura sin que nadie pueda protestar. Por eso el debate público está tan lleno de quejas, frustración y agresividad y se ha convertido en un duelo a garrotazos como el que pintó Goya. 

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