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Opinión

Redacción Capital

1+1+1 = ¿quién sabe?

José María Sánchez Galera es escritor y consultor.

Hace casi una generación, apareció en la televisión española un anuncio que mostraba sólo unos muñecos recortados de papel, siluetas de monigote —lo que en catalán parece que se llama “llufa”. El locutor decía que, a veces, uno más uno no es dos, sino más; mientras lo narraba, se desplegaban los monigotes (llufes), y de las manos que unían a una parejita iban saliendo otros muñequitos más pequeños. Así, aquel anuncio recordaba —de forma falaz y comercial quizá; entonces contracultural, hoy más bien de cultura dominante— una constante en lo que se denominan “ciencias sociales”: que uno más uno no siempre es dos. Que las matemáticas aplicadas a fenómenos humanos complejos en ocasiones no funcionan como se espera en un laboratorio.

Estos días han circulado de aquí para allá invitaciones a votar en el Senado de acuerdo con una fórmula osada: la “1+1+1”. Se trata de que los votantes que no quieren a Pedro Sánchez —el candidato de Otegi, de Puigdemont y de Junqueras, y también de The Economist, valga la redundancia— voten en el Senado al primero de la lista del PP, al primero de la lista de Ciudadanos y al primero de la lista de Vox. Si todos los votantes de este cariz siguieran tal indicación, la suma de estas tres formaciones obtendría mayoría absoluta —compartida, claro— en el Senado. De no ser así —se argumenta en esos mensajes—, es probable que los candidatos más votados sean los del PSOE. Porque los cuatro escaños al Senado —en circunscripciones peninsulares— que salen de estas elecciones se conceden a los cuatro candidatos más votados. El votante sólo dispone de tres votos —es decir, puede marcar hasta tres nombres de la papeleta común para todos—, de modo que el cuarto escaño suele ir al primer candidato del segundo partido en intención de voto en la provincia. Si el PSOE tiene más intención de voto que el PP, el partido de Sánchez se hará con la mayoría absoluta en la Cámara Alta. Pues hay que tener en cuenta que el votante suele conceder sus tres votos a los candidatos de un mismo partido. Por ejemplo, en junio de 2016, el primer candidato del PP al Senado por Madrid, Pío García-Escudero, recibió 1.319.541 votos, casi el doble que el cuarto senador elegido, que era del PSOE. Los otros dos senadores (del PP) recibieron menos votos que don Pío: 1.296.524 y 1.271.862 respectivamente.

Sobre esta cuestión han hablado casi todos los habituales profesionales de la opinión. O profesionales de lo suyo, pero también leídos y escuchados con interés en radios, televisiones y periódicos. Son los casos, verbigracia, de Enrique García-Máiquez y de Narciso Michavila, con planteamientos y juicios bastante dispares. La explicación de don Narciso a la Cope se parece al anuncio aquel de los monigotes; es un no pero sí, un sí pero no. El fallo de la disertación de don Narciso estriba en que habla de “partido más votado” en el Senado, lo que, como decíamos, es un error. La lista del Senado es abierta, de modo que, técnicamente, la propuesta del “1+1+1” es perfecta, al menos en la teoría. El problema de esta invitación no es la teoría —contra la que don Narciso carece de argumentos—, sino la práctica —ahí podría explayarse. Ya vemos, aplicado a los resultados antes anotados, que hace tres años hubo 47.679 personas en Madrid que votaron a Pío García-Escudero, pero que no votaron al tercer candidato del PP al Senado. En datos estadísticos, un 3,6%. Resulta obvio que, para dentro de pocos días, el escenario social y político resulta muy distinto de lo que se ha conocido hasta la fecha. Por tanto, el solo debate sobre esta cuestión ya indica una predisposición mayor que ese 3,6%.

Entonces, ¿es el “1+1+1” una buena fórmula? En la teoría es perfecta, pero en la práctica es una incógnita. Es decir: ¿habrá un número suficiente de votantes que, queriendo que Pedro Sánchez —el candidato de Otegi, de Puigdemont y de Junqueras— se marche de La Moncloa, sigan esta forma alternativa y válida de voto? Se requiere de una masa crítica que, en circunstancias habituales, no se da. Pero, ¿vivimos en circunstancias normales? La aplicación práctica de esa fórmula suena utópica; aunque ¿no son utópicos los actuales esfuerzos de los sociólogos para anticipar el resultado electoral, por medio de encuestas? Lo que vuelve a resultar significativo es que, como ya decíamos hace un mes, la respuesta del PP a estos mensajes que circulan de mano en mano insiste en la estrategia del perdedor. Por cierto, Pablo Casado se juega en el debate de televisión su última oportunidad de enmendar este error de estrategia. Si habla de “concentrar el voto”, persistirá en su torpeza; si deja claro que Pedro Sánchez es el candidato de Otegi, de Puigdemont y de Junqueras, habrá volteado el panorama.

Otra de las paradojas que ha dejado en evidencia este debate es para qué sirven, en la práctica, las listas abiertas. Desde hace años disponemos en España de listas abiertas: las del Senado. Pero, en la práctica, el votante tiende a convertirlas en lista cerrada. Desde el mero punto de vista de frescura democrática, la fórmula “1+1+1” —que muchos convierten en un “2+1”, porque recelan del color voluble de cierto partido— es una invitación a creerse que, de verdad, la lista del Senado es abierta. A creer que, de verdad, podemos elegir con nombre y apellidos a nuestros parlamentarios. Que de verdad podemos echar a tal o cual candidato indeseable del partido que, como tal, sí nos concita mayor adhesión.

Estas elecciones demuestran que el ser humano puede resultar más complejo de lo que se quiere prever. Más complejo y paradójico, obviamente, que un anuncio de monigotes. Lo único que parece que puede columbrarse es que, suceda lo que suceda, las elecciones del domingo 28 de abril cambiarán España. ¿Hay alguien que comprenda la profundidad del cambio —en la dirección que sea— que se va a producir?

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