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Opinión

Redacción Capital

La evolución histórica de nuestra economía

España ha tenido tres realidades económicas muy diferentes. Cuando nació como tal a finales del siglo XV –Reyes Católicos, la liquidación del Reino de Granada, también la incorporación de Navarra, la expansión hacia el Norte de África –ahí está Melilla-; el inicio de la penetración en América, a partir de Italia, y, después de enlaces con Flandes, la progresiva presencia en Europa. España, en concreto, era una potencia indiscutible, naturalmente también en lo económico, en esta etapa que se puede denominar de economía imperial, que va a llegar hasta el siglo XVIII. Se han dicho muchas falsedades sobre esta etapa en relación con la situación económica, como una especie de prolongación de la leyenda negra. Gracias a la aportación de Angus Maddison en The World Economy: Historical Statistics (Development Center Studies. OECD 2003), expresada en dólares internacionales Geary-Khamis 1990, podemos saber que el PIB por habitante de España en el año 1600 era de 853; el de Francia, de 841; el del Reino Unido, 974; el de Austria, 837, y el de Alemania, 1.120. España, pues, se encontraba en el grupo de las potencias económicas.

El hundimiento y el alejamiento de España comienza a partir de los desastres originados por Godoy, un típico político de los que colocan en primer lugar la obtención de poder personal frente al interés colectivo, incluso a costa de lo que le ocurra al país. Se combinó con las consecuencias de la Revolución Industrial, el abandono de avances científicos y con impactos negativos provocados por la Revolución Francesa. Acompañó a continuación una política económica desastrosa, que buscaba la autarquía, y a la que parecía no importarle encontrar remedios gracias a facilidades crecientes del sector público. Todo esto constituyó la aparición de otras realidades materiales diferentes de la anterior: la solución propuesta fue la economía castiza, que se generalizó apoyada en decisiones, que hay que calificar de estrambóticas, en la etapa de la I República, y que acabó consolidándose, a través de Cambó, en una situación que automáticamente frenó cualquier posibilidad de avance; naturalmente, con la Guerra Civil, todavía empeoró más la situación de España, y eso provocó que en 1950 existiese en ella un PIB por habitante de 2.189 dólares 1990 Geary-Khamis cuando Francia tenía 5.271; el Reino Unido, 9.064; Austria, 3.700, y Alemania, 3.502.

Precisamente en torno a 1950, y más concretamente en 1953, se inició un conjunto de cambios importantes; tal fue el caso del cese de Suanzes, el de Girón, los acuerdos con Norteamérica de 1953, que supusieron la participación de España en la Guerra Fría, y como consecuencia de esta alianza con Estados Unidos, el ingreso de la OECE (Organización Europea para la Cooperación Económica), iniciándose así lo que se podría llamar la marcha hacia Europa, y sin olvidar la llegada de nuevos equipos de economistas como el encabezado en el Ministerio de Comercio por Ullastres. Así fue como se produjo el cambio hacia una nueva economía, que culminará en la Transición con consecuencias muy notables, que no solo son el futuro ingreso en la OTAN, sino también una participación muy intensa en el conjunto de la UE.

Con eso, todo cambió. Véanse en lo económico los datos que existen de los citados PIB por habitante en la misma unidad monetaria en el año 2001: entonces  España tenía 15.659; simultáneamente, Francia, 21.092; el Reino Unido, 20.127; Austria, 20.225, y Alemania, 18.677.

La etapa autarquizante, como la calificó en 1935 el gran economista español Perpiná Grau, que había sustituido a la España imperial, se había transformado, y además presentaba un ritmo de crecimiento muy fuerte, a pesar de basarse en un derrumbamiento arancelario de la llamada “muralla china arancelaria española”, a la que se adhería la desaparición de medidas corporativistas que se consideraban necesarias para amparar la actividad económica. Pero no solo esto se liquidaba; también se alteraba muy a fondo la estructura de todo el sistema crediticio: desde la estatificación del Banco de España a un cambio radical que afectó a la denominada banca mixta, y la práctica desaparición  de las Cajas de Ahorro.

Pero ha cambiado también la sociedad. De ahí pueden surgir posibilidades preocupantes; vemos, por ejemplo, el robustecimiento de ciertas situaciones de rigidez  laboral, o un extraordinario cambio en el panorama demográfico. Tampoco la economía dejará de acusar el golpe por la aparición creciente, como herencia de la II República, de realidades secesionistas en lo económico, desde Cataluña al País Vasco, pero con impactos nacientes que afectan desde Baleares a Galicia, sin olvidar a Andalucía o a Aragón, y no digamos a Canarias, que rompen la homogeneidad del mercado con consecuencias económicas negativas. O lo que puede suponer un mal planteamiento de la cuestión energética, o de la impositiva. Siempre puede existir, como ocurrió, que se hunda la economía, como pasó a inicios del XIX con Godoy, o que se  asienten las malas prácticas, como sucedió con Cambó. Por eso es preciso contemplar críticamente la situación actual para que el rumbo tomado hace unos setenta años no se pierda.

Juan Velarde Fuertes es catedrático emérito de Estructura Económica de la Universidad Complutense de Madrid.

Columna publicada en el número de marzo de 2020 de la Revista Capital.

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