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La ética del gregario 

“Hay una ética del gregario que sólo se encuentra en el ciclismo, que es el deporte que más humildad precisa, y se puede aplicar al mundo general” No hay nada más importante en julio que el Tour de Francia. Ni siquiera las vacaciones, en caso de que cuadren con el mes. Sea en Pernambuco o en la Conchinchina, mi compromiso con el ciclismo obliga a sacar horas en mitad de un viaje, a dar explicaciones, a buscar una tele cuando no llevaba uno a cuestas el portátil. He visto al petardo de Armstrong reventar a sus rivales desde un sofá en Florencia, junto a un gato enfermo llamado Alfonso; a Contador emerger de la nada en su primer Tour, en un bar de polígono de vuelta de Praga; a Valverde subirse al pódium en una pequeña isla griega.   No hay deporte más bonito que el ciclismo ni hay evento más maravilloso que el Tour de Francia. Se ha hablado mucho de la épica y hasta la condición moral del ciclismo: es un deporte despiadado, durísimo, suma de todos los valores a contracorriente: pundonor, perseverancia, esfuerzo, resiliencia antes de que se llamara resiliencia… A diferencia del fútbol, un espectáculo siempre de cara al otro, con los otros, siempre rutilante, hay un trabajo sordo y diario en el ciclismo, un sacerdocio que no trasciende. El ciclista es un samurái.        Con el tiempo, uno, que va digiriendo sus propios fracasos y desengaños, que asume que triunfadores hay estadísticamente pocos, comienza a fijarse menos en el campeón como en el segundón, ese oscuro deportista que dispara cien veces y acierta una, es decir, se trabaja diez escapadas para dar finalmente en el blanco. O en el gregario, cuyo triunfo es que su jefe alcance las metas acordadas y, como mucho, salir de fondo, lejos,…